Cuando era
joven mi piel era blanca como el papel.
Nunca estaba
al sol.
Recuerdo
claramente cómo era todo.
Vivía en casa
de mi abuela.
Dormía en el
living. No tenía una habitación.
Durante la
noche, desde mi cama,
podía oír el crujir del viejo mueble familiar
que contenía
la vajilla de varias generaciones.
Afuera los
gatos peleaban en los tejados.
Cada tanto
mi abuela golpeaba fuertemente la pared.
En el ambiente todavía se podía
sentir el aroma al café de la cena.
Se sentía bien ese orden nocturno, esa seguridad.
Se sentía bien ese orden nocturno, esa seguridad.
Yo luchaba
por no dormirme,
por
prolongar esos minutos antes del sueño.
Luchaba en
silencio y petrificado, en la oscuridad,
para que la
mañana no llegara tan rápido,
para demorar
un poco el futuro,
arrebatador
y sospechosamente trágico.