viernes, 8 de febrero de 2013


Cuando era joven mi piel era blanca como el papel.
Nunca estaba al sol.
Recuerdo claramente cómo era todo.
Vivía en casa de mi abuela.
Dormía en el living.  No tenía una habitación.
Durante la noche, desde mi cama,
podía oír el crujir del viejo mueble familiar
que contenía la vajilla de varias generaciones.
Afuera los gatos peleaban en los tejados.
Cada tanto mi abuela golpeaba fuertemente la pared.
En el ambiente todavía se podía sentir el aroma al café de la cena.
Se sentía bien ese orden nocturno, esa seguridad.
Yo luchaba por no dormirme,
por prolongar esos minutos antes del sueño.
Luchaba en silencio y petrificado, en la oscuridad,
para que la mañana no llegara tan rápido,
para demorar un poco el futuro,
arrebatador y sospechosamente trágico.

viernes, 1 de febrero de 2013


Petrificado con mi carro en el supermercado.
No quiero nada pero necesito de todo.
Camino lentamente hacia la esquina de los cereales.
Sólo ahí me siento seguro.
Miro las cajas coloridas y fuertes.
Ellas representan la salud y la felicidad
Pequeñas cajas de autoayuda.
Todos esos personajes dibujados,
 los animales antropomorfos,
como líderes de una antigua dinastía zen.
Ellos poseen la verdad.
La esperanza es lo mejor que tenemos, nos dicen.
Las cosas buenas duran para siempre.
Nos pasamos los días planeando el futuro.
El futuro nos hace confundirnos, pienso
mientras soy escoltado hasta afuera de las instalaciones.
Los fantasmas beben cocacola.
No nos queda mucho tiempo.