Mientras se alejaban en los helicópteros de rescate paradójicamente la mayoría de los sobrevivientes experimentó una sensación de
tristeza y nostalgia ante la visión del fuselaje que dejaban, cada vez más
pequeño. Aquella cueva de chapas destrozadas había sido su hogar por
72 días. Sabían que al volver a la civilización perderían algo valioso que
habían conseguido durante ese lapso, algo así como un estado de sabiduría que
sólo la vida humilde y simple de la montaña podía darles. Quedaba la sensación
de un proceso de santificación inconcluso, de un aprendizaje aún mayor, un
nuevo tipo de conocimiento que no llegó a fraguar del todo, pero sí a
vislumbrarse. Aun en las peores condiciones, extraviados y hambrientos, habían
podido disfrutar de un tipo de felicidad diferente. Nunca más sus mentes y sus
cuerpos serían radares tan sensibles.
sábado, 15 de febrero de 2014
miércoles, 12 de febrero de 2014
Para el trayecto que debían realizar a través de la cordillera de los Andes hacia los valles de Chile, los dos expedicionarios del avión estrellado llevaban entre sus provisiones algunos cientos de dólares, porque creían que al llegar a la civilización habrían de tomar un tren desde Santiago a Buenos Aires, de allí un barco que los llevara a su país en donde llegarían tal vez caminando hasta sus casas, tocar el timbre y presentarse ante sus padres para decirles que estaban vivos. Para ellos la sociedad los había abandonado y pensaban que debían ser autosuficientes hasta las últimas consecuencias.
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