Mientras se alejaban en los helicópteros de rescate paradójicamente la mayoría de los sobrevivientes experimentó una sensación de
tristeza y nostalgia ante la visión del fuselaje que dejaban, cada vez más
pequeño. Aquella cueva de chapas destrozadas había sido su hogar por
72 días. Sabían que al volver a la civilización perderían algo valioso que
habían conseguido durante ese lapso, algo así como un estado de sabiduría que
sólo la vida humilde y simple de la montaña podía darles. Quedaba la sensación
de un proceso de santificación inconcluso, de un aprendizaje aún mayor, un
nuevo tipo de conocimiento que no llegó a fraguar del todo, pero sí a
vislumbrarse. Aun en las peores condiciones, extraviados y hambrientos, habían
podido disfrutar de un tipo de felicidad diferente. Nunca más sus mentes y sus
cuerpos serían radares tan sensibles.
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